Libro: Submarinos de Papel / La Zonámbula, 2009
La banca
de: Patricia Sanmigue
Matu no disfruta mucho estar en casa. Le abruma el ruido que en ella escucha. Su madre habla a gritos desde que se mudó con ellos la abuela, a quien apenas le funciona un oído. A su padre le gusta ver televisión a todo volumen. (Es terrible el escándalo que hace si está viendo fútbol.) Vicky, su hermana pequeña, sólo sabe pedir las cosas a base de lloriqueos y berrinches. Por ello, apenas termina de comer, Matu hace la tarea con grandes esfuerzos de concentración y corre al parque.
El parque es su refugio. En especial una banca. Aquélla que está debajo de una gran sombra, escondida en medio de dos árboles frondosos. Ahí puede tranquilizarse. Perderse en sus pensamientos y, sobre todo, puede observar sin que lo adviertan. Es su mirador personal, silencioso y apacible. Ahí, diariamente, vigila a los otros niños, atiende a sus juegos y bromas.
Aunque él sabe que estar en casa no es tan grave, sólo es ruidoso. Porque él, a sus nueve años, ya aprendió a escuchar los sonidos. A identificar los que hieren, los inofensivos, los gozosos.
Un sonido que lastima es, por ejemplo, el llanto desesperado de aquel pequeño perdido, al que sin éxito trató de calmar. O el rechinar que escuchó al despegar el avión en el que se marchaba su primo preferido. O incluso el timbre incesante del celular de su padre cuando tiene demasiado trabajo.
Matu sabe que hay sonidos muy tristes, como la canción que tararea la abuela todas las noches, creyendo que nadie la escucha, mientras se queda dormida abrazada a una foto. O la chillona sirena de una ambulancia que llevó al hospital a su hermana, mientras su madre lloraba.
Matu también teme a los sonidos que pueden marcar el alma. Como los gritos de los padres que discuten frente a los hijos. Eso le sucedió en casa de Quique, su mejor amigo.
Y aunque Matu aún no conoce todos los sonidos, prefiere algunos nunca escucharlos. Adivina que deben ser muy peligrosos, y dañinos, como el disparo de una pistola, o el estallido de una bomba.
Por eso, él sólo necesita la banca para reconciliarse con sus seres queridos, para poner en orden sus ideas.
Fue ahí donde descubrió que a pesar de lo aturdidora que puede resultar su familia, no la cambiaría por nada. Se sentiría incompleto si no conservara entre sus recuerdos: los alaridos de su padre mientras juegan luchitas en la cama, los apretujados y resonantes besos que le da su madre cada mañana, las divertidas pláticas de su hermana con su amigo imaginario... y sobre todo, siempre le resultará entrañable el dulce tararear nocturno de la abuela.
------------------------------------------------------------------------------------
La banca
Matu no disfruta mucho estar en casa. Le abruma el ruido que en ella escucha. Su madre habla a gritos desde que se mudó con ellos la abuela, a quien apenas le funciona un oído. A su padre le gusta ver televisión a todo volumen. (Es terrible el escándalo que hace si está viendo fútbol.) Vicky, su hermana pequeña, sólo sabe pedir las cosas a base de lloriqueos y berrinches. Por ello, apenas termina de comer, Matu hace la tarea con grandes esfuerzos de concentración y corre al parque.
El parque es su refugio. En especial una banca. Aquélla que está debajo de una gran sombra, escondida en medio de dos árboles frondosos. Ahí puede tranquilizarse. Perderse en sus pensamientos y, sobre todo, puede observar sin que lo adviertan. Es su mirador personal, silencioso y apacible. Ahí, diariamente, vigila a los otros niños, atiende a sus juegos y bromas.
Aunque él sabe que estar en casa no es tan grave, sólo es ruidoso. Porque él, a sus nueve años, ya aprendió a escuchar los sonidos. A identificar los que hieren, los inofensivos, los gozosos.
Un sonido que lastima es, por ejemplo, el llanto desesperado de aquel pequeño perdido, al que sin éxito trató de calmar. O el rechinar que escuchó al despegar el avión en el que se marchaba su primo preferido. O incluso el timbre incesante del celular de su padre cuando tiene demasiado trabajo.
Matu sabe que hay sonidos muy tristes, como la canción que tararea la abuela todas las noches, creyendo que nadie la escucha, mientras se queda dormida abrazada a una foto. O la chillona sirena de una ambulancia que llevó al hospital a su hermana, mientras su madre lloraba.
Matu también teme a los sonidos que pueden marcar el alma. Como los gritos de los padres que discuten frente a los hijos. Eso le sucedió en casa de Quique, su mejor amigo.
Y aunque Matu aún no conoce todos los sonidos, prefiere algunos nunca escucharlos. Adivina que deben ser muy peligrosos, y dañinos, como el disparo de una pistola, o el estallido de una bomba.
Por eso, él sólo necesita la banca para reconciliarse con sus seres queridos, para poner en orden sus ideas.
Fue ahí donde descubrió que a pesar de lo aturdidora que puede resultar su familia, no la cambiaría por nada. Se sentiría incompleto si no conservara entre sus recuerdos: los alaridos de su padre mientras juegan luchitas en la cama, los apretujados y resonantes besos que le da su madre cada mañana, las divertidas pláticas de su hermana con su amigo imaginario... y sobre todo, siempre le resultará entrañable el dulce tararear nocturno de la abuela.
------------------------------------------------------------------------------------